Van Gogh, autorretrato

LA CULTURA, EL CONOCIMIENTO, EL ARTE Y LA CIENCIA. (Van Gogh, autorretrato) JUAN YÁÑEZ, desde San Juan de los Morros Venezuela, les da la más cordial bienvenida...


domingo, 24 de noviembre de 2013

La marcha violenta sobre Roma que trajo el fascismo a Europa

Mussolini, con un grupo de dirigentes fascistas, al frente de la Marcha sobre Roma (1922)

HEMEROTECA ABC MADRID

     ISRAEL VIANA ISRA_VIANA / MADRID
Día 18/11/2012 - 09.32h

Hace 90 años, 40.000 fascistas alentados por Mussolini recorrieron Italia a pie hasta Roma, armados con palos, para instaurar el modelo fascista que inspiraría después a Hitler y Franco

ABC

Benito Mussolini, 24 de octubre de 1922, en Nápoles: «Os digo con toda solemnidad: o se nos entrega el Gobierno o lo tomaremos marchando sobre Roma». Y las 40.000 bocas presentes gritaron: «¡A Roma, a Roma!». Aquella amenaza era el pistoletazo de salida para la multitudinaria marcha que cayó sobre la capital italiana, hace ahora 90 años, arrebatando el poder al Parlamento e inaugurando el primer régimen fascista de Europa, que inspiraría poco después a Hitler y aFranco.
Es cierto que a finales del siglo XIX ya existían en Italia algunas organizaciones denominadas «fascio» (haz), pero era una ideología uniforme. Fue Mussolini el que creó y definió el movimiento fascista como tal, en 1919, incrementando la agresividad en sus discursos contra comunistas, socialistas o contra la misma democracia, y promoviendo la violencia como arma política legítima. Pronto los apedreamientos, las peleas callejeras y los incendios protagonizados por sus seguidores se convirtieron en algo demasiado común.
En 1921, a los 38 años, Mussolini se hacía con un escaño en el Parlamento italiano, algo considerado por el Gobierno sólo como un «mal menor», protagonizado por un grupo marginal. Pero a lo largo de 1922 era evidente que el Partido Nacional Fascistahabía aumentado considerablemente su número de afiliados, y que estos tenían proyectos propios que amenazaban el propio parlamentarismo italiano.
«Nosotros rechazamos el dogma democrático de que se deba proceder eternamente por sermones y prédicas de naturaleza más o menos moral. En un momento determinado es menester que la disciplina se exprese en la forma y bajo el aspecto de un acto de fuerza y de imperio… La violencia es a veces moral», dijo un exaltado Mussolini en un discurso en Udine, el 20 de septiembre de 1922. «Los fascistas no estamos dispuestos a entrar en el Gobierno por la puerta de atrás», sentenció en Génova, cuatro días después.

«La amenaza fascista»

La tensión en Italia era tan grande que el primer ministro, Luigi Facta, anunció una gran manifestación patriótica con el objetivo de amedrentar a los exaltados fascistas y evitar una posible guerra civil. Esto enfureció a Mussolini, que se adelantó con rapidez, organizando la histórica y nefasta Marcha sobre Roma con la que cambiaría el rumbo de Europa hasta desembocar en la Segunda Guerra Mundial.

El 28 de diciembre de 1922, 40.000 fascistassalieron de diferentes partes de Italia hacia la capital con el objetivo de exigir el poder. La orden de Mussolini era la de que se realizaran manifestaciones públicas y masivas en las principales ciudades del país, recurriendo a la violencia si era necesario. Un golpe de efecto orquestado magistralmente por el futuro «Duce», con una gran dosis de teatralidad, y no menos efectividad y contundencia.
Decenas de miles de camisas negras –como se conocía a los militantes fascistas voluntarios utilizados por Mussolini para sembrar el terror– se lanzaron a la carretera armados con palos, barras de hierro, armas caseras y algunas pistolas. Llenaron trenes, coches y camiones, y muchos de ellos fueron a pie.

Aclamando a Mussolini

El propio «The New York Times» describió con detalle el trayecto de Mussolini: «Viajó hasta Civitavecchia en un tren especial, puesto a su disposición por el Gobierno. Pero durante el trayecto fue obligado a descender de él, ya que los raíles habían sido arrancados por el Ejército para impedir el avance de los fascistas hacia Roma. Sin embrago, se encontró con uno de los vehículos privados del Rey, que le traslado a Roma. Pero su avance fue muy lento, porque todos los caminos estaban llenos de miles de fascistas marchando hacia la ciudad, quienes insistían en detener el coche cada pocos minutos para aclamarle».

«Se espera que los fascistas entren en Roma, por la fuerza, hoy o mañana»

Cuando la gran mayoría de las hordas fascistas llegaron a las afuera de la capital, el primer ministro, Luigi Facta, pidió al Rey Víctor Manuel III que decretase el estado de sitio en la ciudad. Éste podría haber mandado al Ejército a detener a Mussolini y sus seguidores, pero, por razones que aún no están claras del todo, no lo hizo. Quién sabe lo que esta orden habría podido significar para el futuro de Europa y de la historia del siglo XX.
«Se espera que los fascistas entren en Roma, por la fuerza, hoy o mañana», contaba el corresponsal de «The New York Times», el 30 de octubre de 1922, hace hoy justo 90 años. «¿Golpe de Estado en Italia?», se preguntaba ABC. Mussolini estaba ya decidido a no aceptar otra cosa que no fuera el Gobierno. Y ese mismo día, el Rey optó por pedirle que fuera primer ministro y que formara gabinete. Unos 25.000 camisas negras más fueron transportados ese mismo día a Roma, en donde marcharon en un triunfante y ostensible desfile ceremonial al día siguiente.

Formalmente la dictadura de Mussolini no comenzó aquel día, pero ya no había nada que hacer. Los fascistas fueron haciéndose con todos los mecanismos del poder en los meses siguientes. El final de aquella marcha fue el comienzo del camino hacia los totalitarismos fascistas de la primera mitad del siglo XX, con sus nefastas consecuencias para las futuras generaciones de Europa.

Colaboración: Arturo Álvarez D Armas

EL BLOG OPINA

                                     El siglo veinte marcó un pandemonio político que aún bulle en el mundo entero. Un desencuentro existencial aún no resuelto y lejos aún de solución...

sábado, 26 de octubre de 2013

Oscar Yanes: la última vaina del reportero

Oscar Yanes entrevistando a Salvador Dalí
Oscar Yanes la última vaina del reportero
«Pero hoy se ha ido, y Hoy es Mañana, le toca bailar el merengue de los muertos y la última vaina del reportero»
Oscar Yanes: la última vaina del reportero
Por Guillermo Ramos Flamerich
«¿Y cómo es que yo estoy muerto y no es un sueño? », se pregunta Oscar Armando Yanes a la 1:33 de la tarde del lunes 21 de octubre de 2013. «Porque todos estamos aquí», contesta una voz remotamente conocida, la de Rosa Consuelo, la madre que prematuramente falleció cuando él apenas llegaba a los tres años. Es ella, la de la foto, la que siempre estuvo en sus fantasías y en un recuerdo fugaz en el que caminan agarrados de la mano, en la playa, hasta que una ola muy grande los moja.
También está su abuela Rosalía, las tías Carmen, Aida y Carlota, la prima Mercedes y el viejo Yanes, su padre, el que le dice mientras le abraza: «¡Por fin llegaste, vale! Ya era hora». Ninguno lo llama Oscar, todo es Armandito esto, Armandito lo otro. Pero Armandito tiene miedo, le teme a pensar que ha muerto: «Qué vaina…». En eso, la madre lo regaña: «¡No digas groserías!», y a modo de susurro continúa: «por primera vez te puedo regañar y me da pena, porque eres un hombre viejo ¡qué feliz soy!». Con estos personajes y diálogos Oscar Yanes recrea su muerte al inicio del primer tomo de: ¡Nadie me quita lo bailao!, las memorias de un reportero publicadas en 2007 por la editorial Planeta. El día de ese encuentro ya ocurrió.
Los años pasan sin uno darse cuenta. Es viernes  por la mañana y por alguna razón ese día no hay clases, se puede disfrutar de Así Son las Cosas por Venevisión. Son retratos de la vida íntima venezolana de comienzos del siglo XX que formaron a muchos de los niños de mi generación. El hombre con bigote, sombrero y corbatas coloridas; las frases, todas con un acento caraqueño de antaño, muy pronunciado, seguro y bonachón: Chúpate esa mandarina, cúbrase de gloria, siga vibrando… La última expresión fue la que me dijo la primera vez que lo conocí, cuando me firmó un ejemplar de Pura Pantalla (Planeta, 2000), en el que narra «las indiscreciones de la vida venezolana en circuito cerrado», los amores, desengaños, momentos cumbres e ídolos de nuestra televisión. Gracias a los regalos de mi abuela pude leer, uno a uno, los libros que había publicado en los noventa y principios de la década del 2000.
Pero este periodista nacido al sur del río Guaire, tuvo una trayectoria mucho más allá de sus cuentos pintorescos. Fue director de la Televisora Nacional en el primer gobierno de Rafael Caldera, director de la Oficina Central de Información cuando Luis Herrera y diputado del Congreso de la República, todos estos entes ahora extintos. En abril de 1965 llevó las cámaras de televisión a los tribunales donde se juzgaba al ex dictador Marcos Pérez Jiménez. También narró la transmisión de la llegada del hombre a la luna, fue corresponsal durante la guerra de Vietnam… Y maestro de las polémicas. Lo acusaron de amarillista por su trabajo reporteril de sucesos en Últimas Noticias, o las transmisiones que realizó desde La Carlota, donde se mostraban los escombros del terremoto de Caracas del 29 de julio de 1967. A esas acusaciones respondía con algún refrán de la vieja ciudad.
Pero Oscar Yanes también entrevistó con su marcado estilo personal al compositor y director Igor Stravinski, al líder egipcio Gamal Abdel Nasser, al premio Nobel de literatura John Steinbeck, al pintor Salvador Dalí, tantos personajes, que luego reuniría en su libro Cosas del Mundo, en 1972. Esto sin contar el intenso debate que transmitió Venevisión en las noches de La silla caliente, referente fundamental de la elección presidencial de 1998. Los últimos quince años de su vida sirvieron para consolidar su imagen de cronista, fabulador y en ocasiones humorista.

El 22 de abril de 2007 el Aula Magna de la UCV albergó a parte de los representantes más importantes del humorismo venezolano. Se reunieron para celebrar los ochenta años de Armandito. De contar su vida, chistes contra el gobierno, de recrear la célebre entrevista que le realizara a Reverón y de vibrar, en conjunto, con cada uno de los asistentes. Fue un acto de esos que llaman «únicos», donde la venezolanidad, esa chispa que viene con nuestra forma de ser, estuvo presente de principio a fin. Fue la segunda oportunidad en la que pude conversar con él. Vendrían nuevas ocasiones, cada una de ellas particular. Pero hoy se ha ido, y Hoy es Mañana, le toca bailar el merengue de los muertos y la última vaina del reportero.


viernes, 11 de octubre de 2013

Descubren un extraño planeta solitario sin estrella


J. DE JORGE @JUDITDJ / ABC MADRID 10/10/2013

Este joven mundo, seis veces más grande que Júpiter, flota libremente por el espacio a solo 80 años luz de distancia de la Tierra

Un equipo internacional de astrónomos ha descubierto un exótico joven planeta errante que no orbita ninguna estrella. Este mundo que flota libremente, llamado PSO J318.5 - 22, está a solo 80 años luz de distancia de la Tierra (no demasiado lejos en términos astronómicos) y tiene una masa tan solo seis veces la de Júpiter. Se formó hace apenas 12 millones años; puede parecer mucho tiempo, pero es un recién nacido en la escala temporal de la vida de un planeta.
Este «solitario» fue identificado por su débil y particular firma de calor por el telescopio Pan- STARRS 1 (PS1) en Haleakala, Maui (Hawai). Las observaciones de seguimiento con otros telescopios en Hawai muestran que este planeta tiene propiedades similares a las de los gigantes gaseosos que orbitan alrededor de estrellas jóvenes. Sin embargo, PSO J318.5 - 22 va a su aire, en completa libertad, sin una estrella anfitriona a la que orbitar.
«Nunca antes hemos visto un objeto que flota libremente en el espacio que se parezca a esto. Tiene todas las características de los planetas pequeños que se encuentran alrededor de otras estrellas, pero está a la deriva por ahí solo», explica Michael Liu, del Instituto de Astronomía de la Universidad de Hawai en Manoa. «A menudo me he preguntado si existen tales objetos solitarios , y ahora sabemos que sí».
Durante la última década, se han descubierto planetas extrasolares a un ritmo increíble, con cerca de un millar encontrados por métodos indirectos, como la atenuación del brillo de su estrella debido altránsito del planeta. Sin embargo, solo un puñado han sidofotografiados directamente, todos alrededor de estrellas jóvenes (menos de 200 millones de años). PSO J318.5 - 22 es uno de los objetos que flotan libremente de menor masa conocidos, tal vez el más bajo. Pero su aspecto más singular es su masa, color y producción de energía similares a los planetas fotografiados directamente.
«Los planetas encontrados por imagen directa son muy difíciles de estudiar, ya que están justo al lado de estrellas muy brillantes. PSO J318.5 -22 no está orbitando una estrella, por lo que su estudio será mucho más fácil para nosotros. Va a proporcionar una vista maravillosa sobre el funcionamiento interno de los planetas gaseosos gigantes como Júpiter poco después de su nacimiento», asegura Niall Diácono, del Instituto Max Planck de Astronomía en Alemania y coautor del estudio.
«Un bicho raro»
PSO J318.5 - 22 fue descubierto durante la búsqueda de las estrellas fallidas conocidas como enanas marrones. Debido a las temperaturas relativamente frías, las enanas marrones son muy débiles y tienen colores muy rojos. Pero en las observaciones, el planeta solitario destacó como «un bicho raro», más rojo incluso que las enanas marrones más rojas conocidas.
«A menudo describimos la búsqueda de objetos celestes raros como algo similar a buscar una aguja en un pajar. Así que decidimos buscar el mayor pajar que existe en astronomía, el conjunto de datos de PS1», apunta Eugene Magnier, del Instituto de Astronomía de la Universidad de Hawai y también firmante del estudio. Magnier dirige el equipo de procesamiento de datos para PS1, que produce el equivalente de 60.000 fotos de iPhone cada noche. El conjunto de datos total hasta la fecha es de aproximadamente 4.000 Terabytes, más grande que la suma de la versión digital de todas las películas que se han hecho, todos los libros editados y todos los álbumes de música que se han publicado.

El equipo cree que PSO J318.5 - 22 pertenece a una colección de estrellas jóvenes llamada el grupo de movimiento Beta Pictoris que se formó hace unos 12 millones de años. De hecho, la estrella del mismo nombre, Beta Pictoris, tiene un planeta gaseoso gigante joven en órbita alrededor de ella. PSO J318.5 - 22 es aún menor en masa que el planeta Beta Pictoris y probablemente se formó de una manera diferente.

sábado, 31 de agosto de 2013

El extraño e increíble caso de las “vírgenes juradas”


En los Balcanes, una comunidad de  que cambiaron su género, se visten y actúan como hombres, sostiene su promesa de vivir en celibato a lo largo de los años. El misterio y la intimidad de este fenómeno, en la lente de la fotógrafa Jill Peters.
Las vírgenes juramentadas de los BalcanesLas vírgenes juramentadas de los Balcanes Las vírgenes juramentadas de los Balcanes Las vírgenes juramentadas de los Balcanes Las vírgenes juramentadas de los Balcanes Las vírgenes juramentadas de los Balcanes Las vírgenes juramentadas de los Balcanes Las vírgenes juramentadas de los BalcanesLas vírgenes juramentadas de los BalcanesLas vírgenes juramentadas de los Balcanes


Son mujeres pero parecen hombres. La geografía las ubica en Albania y los libros sostienen que hoy, en la entrada del siglo XXI, no son más de 30. Las vírgenes juradas representan la única manera institucionalizada de cambio de género en el viejo continente y su realidad, al menos, sorprende. Tanto así, que la reconocida fotógrafa Jill Peters decidió mostrarlas a través de su lente.
"‘Virgen Jurada’  es el término con el que se nombra, en los Balcanes, a una mujer (biológicamente hablando) que ha elegido, por lo general a una edad temprana, asumir la identidad social de un hombre para la vida. Esta tradición se remonta a cientos de años y era necesaria en una sociedad que vivía en clanes tribales y seguía el Kanun, un código legal arcaico”, explica Peters en su sitio. Tan arcaico y opresivo que “consideraba a las mujeres propiedad de sus maridos. No podían votar, conducir, hacer negocios, ganar dinero, beber, fumar, jurar, tener un arma de fuego o usar pantalones. Las niñas eran comúnmente forzadas a matrimonios concertados, a menudo con hombres mucho mayores, en los pueblos lejanos”, continúa la fotógrafa.
Hoy son un puñado, es sólo un pequeño grupo el que mantiene esta costumbre que las llevó, casi a la fuerza, a convertirse al sexo opuesto. En aquel momento, devenir en una virgen jurada  (o "burnesha") era “la única posibilidad de elevar a una mujer a la condición de un hombre, lo que le concedía todos los derechos y privilegios de la población masculina. Para manifestar este cambio, las mujeres se cortaban el pelo, se vestían con prendas de hombres y, a veces, incluso cambiaban su nombre. (…) Y lo más importante de todo, tomaban el voto de celibato para permanecer castas de por vida”, concluye.

sábado, 24 de agosto de 2013

Cuando la política sólo piensa en el poder


Condenado por su crudo relativismo moral, que aconseja mentir, robar y llegar al crimen si el ejercicio del poder lo requiere, algunos teóricos vieron en el pragmatismo radicalizado de la obra de Maquiavelo, un signo del Estado moderno. Aquí, una relectura crítica de ese texto que cambió la ciencia política y aún genera polémicas, las novedades que trajo el quinto centenario y dos opiniones expertas.
POR IVANA COSTA  Clarín Ñ

Nicolás Maquiavelo, según un retrato del artista italiano Santi di Tito (1536-1603).

Por una valiosa carta, sabemos que fue un día como hoy, hace quinientos años, que Nicolás Maquiavelo comenzó a redactar El príncipe. Despojado por los Médicis de su puesto en la cancillería de Florencia, exiliado –al cabo de padecer prisión y tortura, acusado de conspiración–, en la miseria, le cuenta en ella a su ex colega Francesco Vettori, enviado florentino ante el Papa, que acaba de terminar “un opúsculo, De principatibus , en el que profundizo todo lo que puedo en las reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es el principado, cuántas especies hay, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se los pierde”.
La carta está fechada el 10 de diciembre. Recién en marzo Maquiavelo había sido liberado de su cautiverio gracias a una amnistía decretada tras la elección de Giovanni de Médicis como Papa; había marchado al campo con su familia, y allí se había puesto a escribir una obra ambiciosa: los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En un momento, sin embargo, decidió interrumpirla para confeccionar este otro librito mucho más condensado que, se supone, redactó en un breve lapso.
Los veintiséis capítulos de El príncipe llevan, de hecho, la impronta de una urgencia vertiginosa y de una esperanza manifiesta: Maquiavelo creía que si algún miembro de la poderosa familia de banqueros que gobernaba en el Palacio de la Señoría llegaba a leerlo no iba a dudar en contratarlo para trabajar nuevamente en la política de su patria.
En eso se equivocaba Maquiavelo. En primer lugar, porque ninguno de los amigos con los que había trabajado para el derrocado gobierno republicano iba a arriesgarse a acercarles a los nuevos Señores la voz de un proscripto. (Hay otra carta, en la que Maquiavelo se da cuenta de que Vettori en realidad no hará nada por mejorar su situación; y es de una tristeza incomparable). En segundo lugar, porque Maquiavelo sobreestimaba la capacidad de los Médicis para tomar decisiones exclusivamente sobre la base de las aptitudes intelectuales de su interlocutor: una cosa es elegir pintores, escultores y arquitectos para que embellezcan la ciudad, o poetas para que narren la gloria familiar, y otra muy distinta es ponerse a analizar sin prejuicios un tratado de política –por breve que sea– escrito, encima, por alguien que ni siquiera es un aliado. Dicen que cuando, tres años más tarde, “Lorenzino”, heredero de Cosme y de Lorenzo el Magnífico, al fin recibió El príncipecomo obsequio lo hizo rápidamente a un lado para detenerse en unos perros de caza que le había traído algún mercader ignoto.
Tuvieron que pasar otros cuatro años para que alguno de los Médicis se fijara en Maquiavelo; y esto, a instancias de sus nuevos amigos: los jóvenes aristócratas del círculo de la Academia Platónica de Florencia, que advirtieron pronto la fresca lucidez del antiguo canciller que regresaba del exilio. En 1520, Julio de Médicis, tío y sucesor de “Lorenzino”, y futuro Papa Clemente VII, le confió algunas tareas. Escribió entonces algunas obras muy significativas, piezas dramáticas de su propia cosecha y tratados históricos o políticos por encargo.

La fortuna de una obra
Pero Maquiavelo no quería ser un filósofo de la corte (como Galileo Galilei) ni un analista o funcionario de escritorio (como Francisco Guicciardini); quería actuar en política. Con los años, algo llegó a conseguir, aunque ya no se le delegaron tareas de primera línea, como las que había llevado a cabo durante la República, cuando negociaba personalmente con casi todos los mandatarios de los Estados italianos, con el rey de Francia Luis XII, con el emperador romano germánico Maximiliano, con el temible pontífice Julio II, y con un avasallante César Borgia, en plena campaña expansionista. En cuanto a El príncipe: permaneció inédito y, en vida de Maquiavelo, no trascendió más allá de sus allegados. Fue publicado en Roma y en Florencia, en 1532, cinco años después de la muerte de su autor.
El príncipe debe incluirse dentro del género de los “espejos de los príncipes”, que tuvo su origen en la Antigüedad y que fue muy popular en los siglos XIII y XIV. No eran solamente manuales de buena conducta, ya que planteaban cuestiones teóricas sobre doctrina y legitimidad. Pero mientras que los “espejos” de la tradición humanista se empeñaban por “adaptar un número cada vez mayor de reglas morales a la realidad” (la expresión es del historiador Riccardo Fubini), Maquiavelo enfocó la cuestión desde una perspectiva inusual: la del realismo. Su valiosa experiencia en la negociación diplomática con los “grandes hombres” de su tiempo le había dado una visión clara de las pasiones en juego. Y combinó ese conocimiento práctico con la “sabiduría” que le daba su persistente lectura de la historia antigua (leía con avidez a Jenofonte, Polibio, Cicerón, Tito Livio, Plutarco), de la cual obtenía un marco para tratar de entender los complejos fenómenos políticos del siglo XV.
Eso pudo haber oscurecido su natural talento de historiador (eso sostiene José Luis Romero, en un bello librito ya clásico) pero expandió su visión de analista. Con esa metodología, Maquiavelo recuperaba, además, una antigua tradición que había caído en desuso: la que nutre el pensamiento político no tanto de la metafísica como del análisis empírico e historiográfico.
La publicación póstuma iba a provocar no pocos malentendidos en la lectura de El príncipe: como se ha dicho, el cometido fundamental de Maquiavelo no era consagrarse con él en las aulas universitarias sino, en primer lugar, brindarle un salvoconducto hacia la función pública y, en segundo lugar, ofrecer un panorama de las herramientas a emplear frente al peligro de la disolución que acechaba a Florencia y a toda Italia. Maquiavelo no escribía ni aconsejaba a un príncipe totalmente inespecífico sino a alguno de los Médicis, o a alguno de sus socios: a quien fuera capaz de sacar a Italia de la situación en la que estaba, sometida por extranjeros: “sin jefe, sin orden, abatida, expoliada, lacerada, asolada”.
Francia, España y el imperio germánico, de hecho, ya habían hecho pie en la península y no se irían en muchos siglos. Maquiavelo, que llegó a vivir para sobrellevar la amargura del saqueo de Roma por las tropas de Carlos V y la humillante capitulación de Clemente VII, debe haber comprendido que las casi dos décadas transcurridas desde su escritura habían convertido ya a El príncipe en un obsequio muy diferente del que estaba destinado a ser. Dentro del círculo de lectores posibles –príncipes, consejeros, autoridades eclesiásticas–, el tratado tuvo, una vez publicado, una primera recepción muy negativa: el catolicismo dominante, conmocionado por el cisma luterano, lo consideró casi una herejía y pronto lo sumó al Index de libros prohibidos, con toda la obra del secretario canciller. En ámbito filosófico tuvo suerte más dispar: unos se sintieron obligados a abjurar de su crudo relativismo moral.
Una posición muy razonable, después de todo, ya que en El príncipe se afirma que con tal de obtener y conservar su principado, el gobernante puede –y debe– eliminar a los rivales y a sus herederos, aniquilar a los rebeldes, ser generoso con lo ajeno pero mezquino con lo propio, y desconocer los pactos contraídos si se vuelven desventajosos. Otros filósofos, en cambio, percibieron en ese pragmatismo radicalizado un signo de los tiempos.
No es que negaran el carácter circunstancial y hasta panfletario del texto (Maquiavelo habla de una Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un conjunto de Estados enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la catástrofe que se avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el tratado deja traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión entre las dos esferas, la de la moral individual y la de la acción política, iba a ser una marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno. Maquiavelo no usa nunca en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en El príncipe delinea con toda claridad el concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y de una justificación teórica novedosa.

Elasticidad moral
Son muchos los temas en los que El príncipe resulta un texto innovador. Por ejemplo, su insistencia en que la primera y principal competencia del príncipe debe ser el uso político de la fuerza militar. Mientras fue secretario en la Cancillería, Maquiavelo destinó muchos esfuerzos a la creación de un ejército (que le dio a Florencia una serie de victorias en la Toscana), y en El príncipe fustiga duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los gobernantes italianos.
Pero la principal apuesta filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que trata sobre las virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por las cuales los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o vituperados”. La humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras líneas – “como sé que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado por presuntuoso (…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso rápidamente al argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella”.
Este es el punto: la tradición es el universo de las representaciones fantasiosas e inexistentes (“muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio, “la verdad efectiva de la cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada, puramente especulativa, la verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente se produce ( efficere , en latín, significa “producir”, “dar como resultado”). Maquiavelo viene a decirle al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero no cuando obedece a algún ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto; cuando efectivamente se dio, o puede darse.
“Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–, quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que “aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho esto, ajustadas las cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política propia del pasado (“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe imaginario, y discurriendo sobre las que son verdaderas…”), ya se está en condiciones de avanzar por la vía moralmente escindida de la Realpolitik .
Ahora bien: ¿cuál es la tradición a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de cuyos “principios” él se aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía haber un consenso tácito sobre este punto: se estaba rechazando el mundo clásico, antiguo y medieval. Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y más interesante.
La presencia de antiguos y medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es evidente: la elasticidad moral del gobernante es deudora, en buena medida, de una idea de Aristóteles, quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia del mundo” (poniendo límites a todo intento por determinar principios éticos universales a priori). Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea aristotélica a través del pensamiento político medieval. El destinatario de aquella diatriba contra una concepción imaginaria e irreal del príncipe parece ser, entonces, el pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento en el cual, no obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos estudios de John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.

El papel de villano
En 1924, en su monumental libro La idea de razón de Estado en la historia moderna , Friedrich Meinecke definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que, clavado en el cuerpo político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de dolor y de rebelión”. Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e hizo sangrar su sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que siguieron, toda una corriente de pensadores políticos ha querido desligar a Maquiavelo del papel de villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan sangrante, ni necesariamente herida, por este apasionante librito.
En su arrebatado y genial ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y sobre el estado moderno (de 1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una reivindicación libertaria de El príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para los grupos dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente revolucionario”, que aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde mitad del siglo XX, la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron geométricamente. ¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un mar de interpretaciones cada vez más atomizadas?
La Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una serie de conferencias dictadas en 1953 en la Universidad de Chicago, es una guía certera. Comienza de manera insuperable. “Si nos declaramos partidarios de la anticuada y simple opinión según la cual Maquiavelo fue un maestro del mal no escandalizaremos a nadie; nos expondremos meramente a un ridículo benévolo o, por lo menos, inofensivo”. Por supuesto, Strauss no comparte “los puntos de vista más rebuscados” de los nuevos especialistas, según los cuales Maquiavelo era, en realidad, “un patriota o un científico de la sociedad o las dos cosas”. Alguien que aconseja gobernar asesinando, mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el primero que lo hace en nombre propio”) expone una doctrina malvada; sin duda. Strauss también reconoce que “aunque verdadero, el anticuado y simple veredicto no es exhaustivo”, y que esa falta de rigor dio pie a la confusión –a la mirada excesivamente autocomplaciente– de “los nuevos entendidos”.
Strauss discute el argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento moral”, puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales (no matar, no mentir, etc.), El príncipe sigue siendo un tratado normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al “patriotismo”, en Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo propio”, tanto más peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste de “devoción por el propio país”. “Justificar los terribles consejos de Maquiavelo recurriendo a su patriotismo significa ver las virtudes de ese patriotismo mientras se permanece ciego a lo que está por encima del patriotismo; a lo que a la vez santifica y limita al patriotismo”.
En un ensayo publicado en los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador Federico Chabod contribuyó a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo, entre el patriotismo y su sacralización. Buscando poner un límite a las proyecciones nacionalistas sobre la obra del antiguo secretario canciller, Chabod argumenta que la idea de patria como algo sagrado recién se consagra a fines del siglo XVIII, cuando la política se inviste de un “ pathos religioso”. Rastreando antecedentes de esa sacralización en los pensadores del siglo XIV, Chabod muestra que “Maquiavelo no puede siquiera imaginar el hecho de transferir al amor por el país las características que siempre se atribuían al amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras que el autor de El príncipe se había esforzado por apartar a la política de la religión, “a partir del siglo XIX, la religión se transfiere al interior de la política”, dando pie a una “religión de la patria”, en la que los asuntos mundanos adquieren valor sagrado y “la lucha política, un carácter religioso e incluso fanático”.
Cuando se lee la obra de Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece lo más evidente, cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple opinión” pero se advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es posible encontrar en El príncipelúcidas observaciones sobre el pasado y el presente. Pero es preciso tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales, buscando en él la herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice Strauss, “de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un Maquiavelo completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha convertido en algo antiguo y propio; en algo casi bueno”.
5� d l n ��� � � 22px; clear: left;">No es que negaran el carácter circunstancial y hasta panfletario del texto (Maquiavelo habla de una Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un conjunto de Estados enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la catástrofe que se avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el tratado deja traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión entre las dos esferas, la de la moral individual y la de la acción política, iba a ser una marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno. Maquiavelo no usa nunca en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en El príncipe delinea con toda claridad el concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y de una justificación teórica novedosa.


Elasticidad moral
Son muchos los temas en los que El príncipe resulta un texto innovador. Por ejemplo, su insistencia en que la primera y principal competencia del príncipe debe ser el uso político de la fuerza militar. Mientras fue secretario en la Cancillería, Maquiavelo destinó muchos esfuerzos a la creación de un ejército (que le dio a Florencia una serie de victorias en la Toscana), y en El príncipe fustiga duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los gobernantes italianos.
Pero la principal apuesta filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que trata sobre las virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por las cuales los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o vituperados”. La humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras líneas – “como sé que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado por presuntuoso (…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso rápidamente al argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella”.
Este es el punto: la tradición es el universo de las representaciones fantasiosas e inexistentes (“muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio, “la verdad efectiva de la cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada, puramente especulativa, la verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente se produce ( efficere , en latín, significa “producir”, “dar como resultado”). Maquiavelo viene a decirle al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero no cuando obedece a algún ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto; cuando efectivamente se dio, o puede darse.
“Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–, quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que “aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho esto, ajustadas las cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política propia del pasado (“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe imaginario, y discurriendo sobre las que son verdaderas…”), ya se está en condiciones de avanzar por la vía moralmente escindida de la Realpolitik .
Ahora bien: ¿cuál es la tradición a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de cuyos “principios” él se aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía haber un consenso tácito sobre este punto: se estaba rechazando el mundo clásico, antiguo y medieval. Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y más interesante.
La presencia de antiguos y medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es evidente: la elasticidad moral del gobernante es deudora, en buena medida, de una idea de Aristóteles, quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia del mundo” (poniendo límites a todo intento por determinar principios éticos universales a priori). Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea aristotélica a través del pensamiento político medieval. El destinatario de aquella diatriba contra una concepción imaginaria e irreal del príncipe parece ser, entonces, el pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento en el cual, no obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos estudios de John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.

El papel de villano
En 1924, en su monumental libro La idea de razón de Estado en la historia moderna , Friedrich Meinecke definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que, clavado en el cuerpo político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de dolor y de rebelión”. Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e hizo sangrar su sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que siguieron, toda una corriente de pensadores políticos ha querido desligar a Maquiavelo del papel de villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan sangrante, ni necesariamente herida, por este apasionante librito.
En su arrebatado y genial ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y sobre el estado moderno (de 1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una reivindicación libertaria de El príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para los grupos dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente revolucionario”, que aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde mitad del siglo XX, la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron geométricamente. ¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un mar de interpretaciones cada vez más atomizadas?
La Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una serie de conferencias dictadas en 1953 en la Universidad de Chicago, es una guía certera. Comienza de manera insuperable. “Si nos declaramos partidarios de la anticuada y simple opinión según la cual Maquiavelo fue un maestro del mal no escandalizaremos a nadie; nos expondremos meramente a un ridículo benévolo o, por lo menos, inofensivo”. Por supuesto, Strauss no comparte “los puntos de vista más rebuscados” de los nuevos especialistas, según los cuales Maquiavelo era, en realidad, “un patriota o un científico de la sociedad o las dos cosas”. Alguien que aconseja gobernar asesinando, mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el primero que lo hace en nombre propio”) expone una doctrina malvada; sin duda. Strauss también reconoce que “aunque verdadero, el anticuado y simple veredicto no es exhaustivo”, y que esa falta de rigor dio pie a la confusión –a la mirada excesivamente autocomplaciente– de “los nuevos entendidos”.
Strauss discute el argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento moral”, puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales (no matar, no mentir, etc.), El príncipe sigue siendo un tratado normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al “patriotismo”, en Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo propio”, tanto más peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste de “devoción por el propio país”. “Justificar los terribles consejos de Maquiavelo recurriendo a su patriotismo significa ver las virtudes de ese patriotismo mientras se permanece ciego a lo que está por encima del patriotismo; a lo que a la vez santifica y limita al patriotismo”.
En un ensayo publicado en los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador Federico Chabod contribuyó a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo, entre el patriotismo y su sacralización. Buscando poner un límite a las proyecciones nacionalistas sobre la obra del antiguo secretario canciller, Chabod argumenta que la idea de patria como algo sagrado recién se consagra a fines del siglo XVIII, cuando la política se inviste de un “ pathos religioso”. Rastreando antecedentes de esa sacralización en los pensadores del siglo XIV, Chabod muestra que “Maquiavelo no puede siquiera imaginar el hecho de transferir al amor por el país las características que siempre se atribuían al amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras que el autor de El príncipe se había esforzado por apartar a la política de la religión, “a partir del siglo XIX, la religión se transfiere al interior de la política”, dando pie a una “religión de la patria”, en la que los asuntos mundanos adquieren valor sagrado y “la lucha política, un carácter religioso e incluso fanático”.
Cuando se lee la obra de Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece lo más evidente, cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple opinión” pero se advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es posible encontrar en El príncipelúcidas observaciones sobre el pasado y el presente. Pero es preciso tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales, buscando en él la herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice Strauss, “de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un Maquiavelo completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha convertido en algo antiguo y propio; en algo casi bueno”.

domingo, 16 de junio de 2013

Buenos Aires, la otra orilla de Cortázar




MARSOLAIRE QUINTANA16 DE JUNIO 2013 - 12:01 AM  LA NACIÓN  BUENOS AIRES
La Ruta Cortázar
El 28 de junio de 1963 se publicó la primera edición de Rayuela. La capital argentina se presenta como un mapa literario para seguir las letras del escritor calle a calle.
Como si se tratara de Rayuela, novela que cumple medio siglo de publicada este año, Buenos Aires puede ser leída de manera azarosa. Perderse de modo voluntario entre sus calles es la consigna para quien desee advertir en ella el rastro de su narrativa.

Julio Cortázar sigue siendo un referente de la literatura argentina contemporánea. Aunque él mismo contribuyó en la formación de su imagen mítica, algunos de sus admiradores –similares al Club de la Serpiente de la misma Rayuela– han incentivado una especie de culto que los moviliza a emprender un viaje a su obra a través de las ciudades en donde vivió.
Su estampa ha estado muy vinculada a la vida parisina y por esa razón el turista literario suele desestimar al Cortázar porteño. Sin embargo, hay razones para pensar en la capital argentina como el sitio en donde el escritor entra por primera vez a lo fantástico y se inserta en un mundo de galerías, pasajes, cruces entre esquinas y avenidas monumentales. Por eso hay recorridos a partir de la lectura de sus primeros libros. La Ruta Cortázar puede hacerse, así, en varias etapas y de varias formas.
Páginas bonaerenses
Abriendo Buenos Aires al azar, uno puede situarse en medio de la plaza Miserere, en Balvanera. Se le conoce también como plaza Once por estar frente a la estación homónima del Ferrocarril Sarmiento. Sitio de encuentro y de comercio desde inicios del siglo XIX, confluyen allí las avenidas Pueyrredón y Rivadavia. La plaza tiene en su centro el mausoleo de Bernardino Rivadavia, obra del escultor Rodrigo Yrurtia, representando la única tumba de un prócer argentino en un contexto similar.

Se siente el eco del antiguo café en el que Delia Mañara, la inquietante envenenadora de novios de “Circe” (Bestiario), toma helado por las tardes veraniegas. Posiblemente se trate de “La Perla”, en donde jóvenes escritores como Jorge Luis Borges, en la década de 1920, se reunían para escuchar hablar a Macedonio Fernández. En “La escuela de noche” (Deshoras), Cortázar ubica allí a Nito y a Toto tomando “un cinzano con bitter”, en los años treinta, mientras planificaban una incursión nocturna al recinto en el que estudiaban.
A pocas cuadras de plaza Miserere se encuentra la Escuela Normal Mariano Acosta, sobre la calle General Urquiza 277. Allí Cortázar se gradúa como profesor normal en Letras en 1935. El gran edificio data de 1889 y está rodeado en la actualidad por pensiones familiares. En esta obra del arquitecto italiano Francesco Tamburini, artífice de la Casa Rosada y del Teatro Colón, pueden verse las altísimas rejas por donde Toto huye despavorido de su aventura juvenil.
Capítulo de café y arquitectura

Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta
Otra vez puede abrirse al azar el inmenso libro urbano y encontrarse, a tan sólo diez cuadras, con el barrio de Almagro. En la intersección de las avenidas Medrano y Castro Barros, interrumpida por la avenida Rivadavia, se abre un abanico de confiterías y cocheras. Para Mario, el otro protagonista de “Circe”, este cruce era el puente que posibilitaba una vida singular. Es fácil imaginarlo tomar la merienda en el café Las Violetas, fundado en 1884. Provisto de hermosos vitraux y un techo de doble altura ricamente decorado provee a sus comensales de una de las meriendas más alucinantes: el menú “María Cala Victoriano” que, además de incluir porciones de tortas y servicio de té o chocolate, ofrece una copa de champaña.
Al salir de Las Violetas y vía Almagro es posible toparse en la estación Loria del Subte A, con Claudia y Medrano, protagonistas de Los Premios, la primera novela del escritor y antecedente de Rayuela. Para Medrano el viaje de 10 minutos que la separan de la estación Perú lo ayudan a refrescarse, mientras hojea con avidez el diarioCrítica.
Antes, se puede desembarcar para visitar el Monumento de los Dos Congresos. Esta obra del arquitecto paisajista Carlos Thays conmemora el Centenario de la Independencia argentina en 1910. El espectáculo visual que produce el conjunto, integrado por las tres plazas –del Congreso, Lorea y Mariano Moreno– refleja el proyecto urbano pensado para la capital del país que, por aquellos años, parecía invencible.
Como un buque encallado en Callao con Rivadavia, restalla contra el cielo la silueta de la torre de la Confitería El Molino, obra del arquitecto Francisco Gianotti. En un banco situado al frente Oliveira, de Rayuela, rumia sus alucinaciones con la Maga. Se levanta y camina sin rumbo hasta la avenida Corrientes al 1300, frente a la pizzería Los Inmortales o tal vez Güerrín, luego continúa ensimismado y Cortázar lo incita a cruzar hacia Libertad.

Apenas se dobla hacia esta calle de angostas veredas aparecen los avisos de joyerías. La libertad dorada culmina al llegar al cero en la nomenclatura y luego salta, como en la rayuela, hacia la Avenida de Mayo. En esta intersección puede hallarse al hombre sin cabeza de “Acefalía” (Historia de cronopios y de famas) buscando recuperar alguno de los sentidos perdidos, allí donde “proliferan las frituras originadas en los restaurantes españoles”. Quizás el propio Cortázar haya degustado la ensalada de pulpo y gambas o la paella del Restaurante Hispano, abierto desde 1957.
Brinco de rayuela
Ya sobre Avenida de Mayo se abre la estación Lima del subterráneo. En uno de los vagones La Brugeoise, descontinuados hace dos meses, viaja Carlos López, el alter ego de Cortázar en Los Premios. Al bajarse, entra al bar London City para conversar con el doctor Restelli mientras bebe una Quilmes Cristal. Cuando salga, cualquier lector podría imaginarse un extraño cruce entre él y el hermano de Irene, de “Casa Tomada” (Bestiario), que en la ventana de su casa de Rodríguez Peña decidió recorrer las librerías cercanas por si hay alguna novedad en literatura francesa.
Si se le ocurriera lo mismo que al protagonista de “El otro cielo” (Todos los fuegos el fuego) pudiera buscar esos libros en algún escaparate de la parisina Galerie Vivienne, a la que se entraba en la ficción por alguno de los dos accesos del Pasaje Güemes. Diseñado también por Gianotti, su techo está coronado por una cúpula redonda vidriada y cuenta, entre otros detalles, con pilastras de mármol Boticcino en su corredor. La ornamentación crea la sensación de ser esa “cueva del tesoro” en la que convive una simultaneidad de tiempos.

Tal vez la belleza de este viaducto hacia otras realidades induzca al turista a querer atravesarlo. Por tal motivo Cortázar solía señalar que los pasajes eran su patria. Y esto tan sólo puede entenderse si se camina por Agronomía, como Clara en “Ómnibus” (Bestiario), saboreando el sol “roto por islas de sombra” que producen los árboles enfilados, entre Tinogasta y Zamudio, como columnas vegetales. En el departamento 3°-7 de Artigas 3246, barrio de Rawson, residió el autor entre 1934 y 1951 con su madre y su hermana Ofelia, tras su infancia en Banfield.
Al visitar el barrio de su juventud se comprende lo fantástico en su narrativa. Las manzanas están atravesadas por el capricho de calles que dibujan una especie de rayuela. Estos pasadizos, labrados también por jardines sinuosos, contienen salidas inesperadas y retornos sorpresivos. El conjunto formado por el edificio, la plazoleta y las casas contiguas, aluden de manera directa a la periferia parisina. Puede afirmarse, entonces, que la París de Cortázar expresada en el distrito en donde escogió vivir hasta su muerte es, en verdad, la recreación del pequeño oasis de Agronomía.
Para el lector cortazariano la ruta porteña de su narrativa implica, ciertamente, una Vuelta al día en 80 mundos, en donde se recorren otras Geografías. También puede significar navegar hasta La otra orillao cruzar Las puertas del cielo. Se viaja por el sentimiento de no estar del todo en un mismo sitio, tal como lo planteó en su obra y en su propia existencia el Cronopio Mayor.

“París es una enorme metáfora”
Julio Cortázar comienza a esbozar París en Las armas secretas. En la rue de Richelieu, en pleno barrio del Palais Royal, el protagonista de “Cartas a mamá” recuerda el caserón familiar de Flores y el café de San Martín y Corrientes. También en la ruta que, desde la capital francesa hasta la comuna de Saint-Cloud, emprende en auto la Madame Francinet de “Los buenos oficios”.
Cada año decenas de sus lectores viajan a la Ciudad Luz, entre otros motivos, para sentirse un poco partícipes de Rayuela. Su cartografía ha sido dibujada por muchos de ellos. Hay una París-Rayuela conformada –entre otros lugares– por el Pont Marie, desde donde Oliveira ve el amanecer bajo la lluvia; o la librería de la rue de Verneuil, donde La Maga juega con un gato; o el Carrefour de l’Odéon, sitio en donde Horacio come hamburguesas.

Es obligatorio el paseo por la Galerie Vivienne, en el número 6 de la calle homónima. Diseñada por François Jean Delannoy, se abrió al público en 1826. En su entrada por la rue des Petits-Champs hay unas cariátides que sostienen un balcón, muy parecidas a las del Pasaje Güemes. En el segmento de la rue de la Banque, se encuentra la Librairie Ancienne Moderne, una de las favoritas del escritor.