Condenado por su crudo
relativismo moral, que aconseja mentir, robar y llegar al crimen si el
ejercicio del poder lo requiere, algunos teóricos vieron en el pragmatismo
radicalizado de la obra de Maquiavelo, un signo del Estado moderno. Aquí, una
relectura crítica de ese texto que cambió la ciencia política y aún genera
polémicas, las novedades que trajo el quinto centenario y dos opiniones
expertas.
POR IVANA COSTA Clarín Ñ
Nicolás Maquiavelo, según
un retrato del artista italiano Santi di Tito (1536-1603).
Por una valiosa carta, sabemos
que fue un día como hoy, hace quinientos años, que Nicolás Maquiavelo comenzó a
redactar El príncipe. Despojado por los Médicis de su puesto en la
cancillería de Florencia, exiliado –al cabo de padecer prisión y tortura,
acusado de conspiración–, en la miseria, le cuenta en ella a su ex colega
Francesco Vettori, enviado florentino ante el Papa, que acaba de terminar “un
opúsculo, De principatibus , en el que profundizo todo lo que puedo en las
reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es el principado, cuántas especies
hay, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se los pierde”.
La carta está fechada el
10 de diciembre. Recién en marzo Maquiavelo había sido liberado de su
cautiverio gracias a una amnistía decretada tras la elección de Giovanni de
Médicis como Papa; había marchado al campo con su familia, y allí se había
puesto a escribir una obra ambiciosa: los Discursos sobre la primera década de
Tito Livio. En un momento, sin embargo, decidió interrumpirla para confeccionar
este otro librito mucho más condensado que, se supone, redactó en un breve
lapso.
Los veintiséis capítulos
de El príncipe llevan, de hecho, la impronta de una urgencia
vertiginosa y de una esperanza manifiesta: Maquiavelo creía que si algún
miembro de la poderosa familia de banqueros que gobernaba en el Palacio de la Señoría llegaba a leerlo
no iba a dudar en contratarlo para trabajar nuevamente en la política de su
patria.
En eso se equivocaba
Maquiavelo. En primer lugar, porque ninguno de los amigos con los que había
trabajado para el derrocado gobierno republicano iba a arriesgarse a acercarles
a los nuevos Señores la voz de un proscripto. (Hay otra carta, en la que
Maquiavelo se da cuenta de que Vettori en realidad no hará nada por mejorar su
situación; y es de una tristeza incomparable). En segundo lugar, porque
Maquiavelo sobreestimaba la capacidad de los Médicis para tomar decisiones
exclusivamente sobre la base de las aptitudes intelectuales de su interlocutor:
una cosa es elegir pintores, escultores y arquitectos para que embellezcan la
ciudad, o poetas para que narren la gloria familiar, y otra muy distinta es
ponerse a analizar sin prejuicios un tratado de política –por breve que sea–
escrito, encima, por alguien que ni siquiera es un aliado. Dicen que cuando,
tres años más tarde, “Lorenzino”, heredero de Cosme y de Lorenzo el Magnífico,
al fin recibió El príncipecomo obsequio lo hizo rápidamente a un lado para
detenerse en unos perros de caza que le había traído algún mercader ignoto.
Tuvieron que pasar otros
cuatro años para que alguno de los Médicis se fijara en Maquiavelo; y esto, a
instancias de sus nuevos amigos: los jóvenes aristócratas del círculo de la Academia Platónica
de Florencia, que advirtieron pronto la fresca lucidez del antiguo canciller
que regresaba del exilio. En 1520, Julio de Médicis, tío y sucesor de
“Lorenzino”, y futuro Papa Clemente VII, le confió algunas tareas. Escribió
entonces algunas obras muy significativas, piezas dramáticas de su propia
cosecha y tratados históricos o políticos por encargo.
La fortuna de una obra
Pero Maquiavelo no quería
ser un filósofo de la corte (como Galileo Galilei) ni un analista o funcionario
de escritorio (como Francisco Guicciardini); quería actuar en política. Con los
años, algo llegó a conseguir, aunque ya no se le delegaron tareas de primera
línea, como las que había llevado a cabo durante la República, cuando
negociaba personalmente con casi todos los mandatarios de los Estados
italianos, con el rey de Francia Luis XII, con el emperador romano germánico
Maximiliano, con el temible pontífice Julio II, y con un avasallante César
Borgia, en plena campaña expansionista. En cuanto a El príncipe:
permaneció inédito y, en vida de Maquiavelo, no trascendió más allá de sus
allegados. Fue publicado en Roma y en Florencia, en 1532, cinco años después de
la muerte de su autor.
El príncipe debe
incluirse dentro del género de los “espejos de los príncipes”, que tuvo su
origen en la Antigüedad
y que fue muy popular en los siglos XIII y XIV. No eran solamente manuales de
buena conducta, ya que planteaban cuestiones teóricas sobre doctrina y
legitimidad. Pero mientras que los “espejos” de la tradición humanista se
empeñaban por “adaptar un número cada vez mayor de reglas morales a la
realidad” (la expresión es del historiador Riccardo Fubini), Maquiavelo enfocó
la cuestión desde una perspectiva inusual: la del realismo. Su valiosa
experiencia en la negociación diplomática con los “grandes hombres” de su
tiempo le había dado una visión clara de las pasiones en juego. Y combinó ese
conocimiento práctico con la “sabiduría” que le daba su persistente lectura de
la historia antigua (leía con avidez a Jenofonte, Polibio, Cicerón, Tito Livio,
Plutarco), de la cual obtenía un marco para tratar de entender los complejos
fenómenos políticos del siglo XV.
Eso pudo haber oscurecido
su natural talento de historiador (eso sostiene José Luis Romero, en un bello
librito ya clásico) pero expandió su visión de analista. Con esa metodología,
Maquiavelo recuperaba, además, una antigua tradición que había caído en desuso:
la que nutre el pensamiento político no tanto de la metafísica como del análisis
empírico e historiográfico.
La publicación póstuma iba
a provocar no pocos malentendidos en la lectura de El príncipe: como se ha
dicho, el cometido fundamental de Maquiavelo no era consagrarse con él en las
aulas universitarias sino, en primer lugar, brindarle un salvoconducto hacia la
función pública y, en segundo lugar, ofrecer un panorama de las herramientas a
emplear frente al peligro de la disolución que acechaba a Florencia y a toda
Italia. Maquiavelo no escribía ni aconsejaba a un príncipe totalmente
inespecífico sino a alguno de los Médicis, o a alguno de sus socios: a quien
fuera capaz de sacar a Italia de la situación en la que estaba, sometida por
extranjeros: “sin jefe, sin orden, abatida, expoliada, lacerada, asolada”.
Francia, España y el imperio
germánico, de hecho, ya habían hecho pie en la península y no se irían en
muchos siglos. Maquiavelo, que llegó a vivir para sobrellevar la amargura del
saqueo de Roma por las tropas de Carlos V y la humillante capitulación de
Clemente VII, debe haber comprendido que las casi dos décadas transcurridas
desde su escritura habían convertido ya a El príncipe en un obsequio
muy diferente del que estaba destinado a ser. Dentro del círculo de lectores
posibles –príncipes, consejeros, autoridades eclesiásticas–, el tratado tuvo,
una vez publicado, una primera recepción muy negativa: el catolicismo
dominante, conmocionado por el cisma luterano, lo consideró casi una herejía y
pronto lo sumó al Index de libros prohibidos, con toda la obra del secretario
canciller. En ámbito filosófico tuvo suerte más dispar: unos se sintieron
obligados a abjurar de su crudo relativismo moral.
Una posición muy
razonable, después de todo, ya que en El príncipe se afirma que con
tal de obtener y conservar su principado, el gobernante puede –y debe– eliminar
a los rivales y a sus herederos, aniquilar a los rebeldes, ser generoso con lo
ajeno pero mezquino con lo propio, y desconocer los pactos contraídos si se
vuelven desventajosos. Otros filósofos, en cambio, percibieron en ese pragmatismo
radicalizado un signo de los tiempos.
No es que negaran el
carácter circunstancial y hasta panfletario del texto (Maquiavelo habla de una
Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un conjunto de Estados
enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la catástrofe que se
avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el tratado deja
traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión entre las dos
esferas, la de la moral individual y la de la acción política, iba a ser una
marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno. Maquiavelo no usa nunca
en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en El príncipe delinea
con toda claridad el concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y
de una justificación teórica novedosa.
Elasticidad moral
Son muchos los temas en
los que El príncipe resulta un texto innovador. Por ejemplo, su
insistencia en que la primera y principal competencia del príncipe debe ser el
uso político de la fuerza militar. Mientras fue secretario en la Cancillería,
Maquiavelo destinó muchos esfuerzos a la creación de un ejército (que le dio a
Florencia una serie de victorias en la Toscana), y en El príncipe fustiga
duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los gobernantes
italianos.
Pero la principal apuesta
filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que trata sobre las
virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por las cuales los
hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o vituperados”. La
humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras líneas – “como sé
que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado por presuntuoso
(…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso rápidamente al
argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi intención es
escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir
directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria
de ella”.
Este es el punto: la tradición
es el universo de las representaciones fantasiosas e inexistentes (“muchos se
han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que
hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio, “la verdad efectiva de la
cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada, puramente especulativa, la
verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente se produce ( efficere , en
latín, significa “producir”, “dar como resultado”). Maquiavelo viene a decirle
al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero no cuando obedece a algún
ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto; cuando efectivamente se
dio, o puede darse.
“Puesto que hay tanta
distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–, quien deja de
lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que
su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que “aprender a poder no
ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho esto, ajustadas las
cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política propia del pasado
(“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe imaginario, y discurriendo
sobre las que son verdaderas…”), ya se está en condiciones de avanzar por la
vía moralmente escindida de la
Realpolitik .
Ahora bien: ¿cuál es la tradición
a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de cuyos “principios” él se
aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía haber un consenso tácito
sobre este punto: se estaba rechazando el mundo clásico, antiguo y medieval.
Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y más interesante.
La presencia de antiguos y
medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es evidente: la elasticidad
moral del gobernante es deudora, en buena medida, de una idea de Aristóteles,
quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia del mundo” (poniendo
límites a todo intento por determinar principios éticos universales a priori).
Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea aristotélica a través del
pensamiento político medieval. El destinatario de aquella diatriba contra una
concepción imaginaria e irreal del príncipe parece ser, entonces, el
pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento en el cual, no
obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos estudios de
John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.
El papel de villano
En 1924, en su monumental
libro La idea de razón de Estado en la historia moderna , Friedrich Meinecke
definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que, clavado en el cuerpo
político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de dolor y de rebelión”.
Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e hizo sangrar su
sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que siguieron, toda una
corriente de pensadores políticos ha querido desligar a Maquiavelo del papel de
villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan sangrante, ni necesariamente
herida, por este apasionante librito.
En su arrebatado y genial
ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y sobre el estado moderno (de
1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una reivindicación libertaria de El
príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para los grupos
dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente revolucionario”, que
aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde mitad del siglo XX,
la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron
geométricamente. ¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un
mar de interpretaciones cada vez más atomizadas?
La Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una
serie de conferencias dictadas en 1953 en la Universidad de
Chicago, es una guía certera. Comienza de manera insuperable. “Si nos
declaramos partidarios de la anticuada y simple opinión según la cual Maquiavelo
fue un maestro del mal no escandalizaremos a nadie; nos expondremos meramente a
un ridículo benévolo o, por lo menos, inofensivo”. Por supuesto, Strauss no
comparte “los puntos de vista más rebuscados” de los nuevos especialistas,
según los cuales Maquiavelo era, en realidad, “un patriota o un científico de
la sociedad o las dos cosas”. Alguien que aconseja gobernar asesinando,
mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el primero que lo hace en nombre propio”)
expone una doctrina malvada; sin duda. Strauss también reconoce que “aunque
verdadero, el anticuado y simple veredicto no es exhaustivo”, y que esa falta
de rigor dio pie a la confusión –a la mirada excesivamente autocomplaciente– de
“los nuevos entendidos”.
Strauss discute el
argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento moral”,
puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales (no
matar, no mentir, etc.), El príncipe sigue siendo un tratado
normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al “patriotismo”, en
Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo propio”, tanto más
peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste de “devoción por el
propio país”. “Justificar los terribles consejos de Maquiavelo recurriendo a su
patriotismo significa ver las virtudes de ese patriotismo mientras se permanece
ciego a lo que está por encima del patriotismo; a lo que a la vez santifica y
limita al patriotismo”.
En un ensayo publicado en
los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador Federico Chabod contribuyó
a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo, entre el patriotismo y su
sacralización. Buscando poner un límite a las proyecciones nacionalistas sobre
la obra del antiguo secretario canciller, Chabod argumenta que la idea de patria
como algo sagrado recién se consagra a fines del siglo XVIII, cuando la
política se inviste de un “ pathos religioso”. Rastreando antecedentes de esa
sacralización en los pensadores del siglo XIV, Chabod muestra que “Maquiavelo
no puede siquiera imaginar el hecho de transferir al amor por el país las
características que siempre se atribuían al amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras que el autor de El
príncipe se había esforzado por apartar a la política de la religión, “a
partir del siglo XIX, la religión se transfiere al interior de la política”,
dando pie a una “religión de la patria”, en la que los asuntos mundanos
adquieren valor sagrado y “la lucha política, un carácter religioso e incluso
fanático”.
Cuando se lee la obra de
Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece lo más evidente,
cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple opinión” pero se
advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es posible encontrar en El
príncipelúcidas observaciones sobre el pasado y el presente. Pero es preciso
tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales, buscando en él la
herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice Strauss, “de atrás
hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un Maquiavelo
completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y no mirar
hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha convertido en algo antiguo y propio; en algo casi
bueno”.
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l n ��� � � 22px; clear: left;">No es que negaran el carácter circunstancial y hasta panfletario del texto (Maquiavelo habla de una Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un conjunto de Estados enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la catástrofe que se avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el tratado deja traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión entre las dos esferas, la de la moral individual y la de la acción política, iba a ser una marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno. Maquiavelo no usa nunca en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en
El príncipe delinea con toda claridad el concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y de una justificación teórica novedosa.
Elasticidad moral
Son muchos los temas en los que El príncipe resulta un texto innovador. Por ejemplo, su insistencia en que la primera y principal competencia del príncipe debe ser el uso político de la fuerza militar. Mientras fue secretario en la Cancillería, Maquiavelo destinó muchos esfuerzos a la creación de un ejército (que le dio a Florencia una serie de victorias en la Toscana), y en El príncipe fustiga duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los gobernantes italianos.
Pero la principal apuesta filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que trata sobre las virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por las cuales los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o vituperados”. La humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras líneas – “como sé que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado por presuntuoso (…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso rápidamente al argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella”.
Este es el punto: la tradición es el universo de las representaciones fantasiosas e inexistentes (“muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio, “la verdad efectiva de la cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada, puramente especulativa, la verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente se produce ( efficere , en latín, significa “producir”, “dar como resultado”). Maquiavelo viene a decirle al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero no cuando obedece a algún ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto; cuando efectivamente se dio, o puede darse.
“Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–, quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que “aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho esto, ajustadas las cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política propia del pasado (“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe imaginario, y discurriendo sobre las que son verdaderas…”), ya se está en condiciones de avanzar por la vía moralmente escindida de la Realpolitik .
Ahora bien: ¿cuál es la tradición a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de cuyos “principios” él se aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía haber un consenso tácito sobre este punto: se estaba rechazando el mundo clásico, antiguo y medieval. Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y más interesante.
La presencia de antiguos y medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es evidente: la elasticidad moral del gobernante es deudora, en buena medida, de una idea de Aristóteles, quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia del mundo” (poniendo límites a todo intento por determinar principios éticos universales a priori). Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea aristotélica a través del pensamiento político medieval. El destinatario de aquella diatriba contra una concepción imaginaria e irreal del príncipe parece ser, entonces, el pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento en el cual, no obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos estudios de John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.
El papel de villano
En 1924, en su monumental libro La idea de razón de Estado en la historia moderna , Friedrich Meinecke definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que, clavado en el cuerpo político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de dolor y de rebelión”. Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e hizo sangrar su sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que siguieron, toda una corriente de pensadores políticos ha querido desligar a Maquiavelo del papel de villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan sangrante, ni necesariamente herida, por este apasionante librito.
En su arrebatado y genial ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y sobre el estado moderno (de 1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una reivindicación libertaria de El príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para los grupos dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente revolucionario”, que aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde mitad del siglo XX, la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron geométricamente. ¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un mar de interpretaciones cada vez más atomizadas?
La Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una serie de conferencias dictadas en 1953 en la Universidad de Chicago, es una guía certera. Comienza de manera insuperable. “Si nos declaramos partidarios de la anticuada y simple opinión según la cual Maquiavelo fue un maestro del mal no escandalizaremos a nadie; nos expondremos meramente a un ridículo benévolo o, por lo menos, inofensivo”. Por supuesto, Strauss no comparte “los puntos de vista más rebuscados” de los nuevos especialistas, según los cuales Maquiavelo era, en realidad, “un patriota o un científico de la sociedad o las dos cosas”. Alguien que aconseja gobernar asesinando, mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el primero que lo hace en nombre propio”) expone una doctrina malvada; sin duda. Strauss también reconoce que “aunque verdadero, el anticuado y simple veredicto no es exhaustivo”, y que esa falta de rigor dio pie a la confusión –a la mirada excesivamente autocomplaciente– de “los nuevos entendidos”.
Strauss discute el argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento moral”, puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales (no matar, no mentir, etc.), El príncipe sigue siendo un tratado normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al “patriotismo”, en Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo propio”, tanto más peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste de “devoción por el propio país”. “Justificar los terribles consejos de Maquiavelo recurriendo a su patriotismo significa ver las virtudes de ese patriotismo mientras se permanece ciego a lo que está por encima del patriotismo; a lo que a la vez santifica y limita al patriotismo”.
En un ensayo publicado en los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador Federico Chabod contribuyó a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo, entre el patriotismo y su sacralización. Buscando poner un límite a las proyecciones nacionalistas sobre la obra del antiguo secretario canciller, Chabod argumenta que la idea de patria como algo sagrado recién se consagra a fines del siglo XVIII, cuando la política se inviste de un “ pathos religioso”. Rastreando antecedentes de esa sacralización en los pensadores del siglo XIV, Chabod muestra que “Maquiavelo no puede siquiera imaginar el hecho de transferir al amor por el país las características que siempre se atribuían al amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras que el autor de El príncipe se había esforzado por apartar a la política de la religión, “a partir del siglo XIX, la religión se transfiere al interior de la política”, dando pie a una “religión de la patria”, en la que los asuntos mundanos adquieren valor sagrado y “la lucha política, un carácter religioso e incluso fanático”.
Cuando se lee la obra de Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece lo más evidente, cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple opinión” pero se advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es posible encontrar en El príncipelúcidas observaciones sobre el pasado y el presente. Pero es preciso tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales, buscando en él la herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice Strauss, “de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un Maquiavelo completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha convertido en algo antiguo y propio; en algo casi bueno”.