«La expulsión de los judíos de Sevilla», de Joaquín Turina Areal |
CÉSAR
CERVERA / MADRID ABC Día
14/06/2015 - 16.04h
«No había cristiano que no tuviese dolor
de ellos. Iban por los caminos y campos, por donde iban con muchos trabajos y
fortunas, unos cayendo, otros levantando, unos muriendo, otros naciendo, otros
enfermando», describió en sus crónicas Andrés Bernáldez
El Congreso de los Diputados ha aprobado
definitivamente esta pasada semana la
Ley que concede la nacionalidad española a los sefardíes, los
descendientes de los judíos hispano-portugueses que vivieron en la Península ibérica hasta
1492. Una medida que busca más de cinco siglos después reparar las
consecuencias del traumático edicto de los Reyes Católicos que obligó a salir
del país a miles de judíos por negarse a la conversión al Cristianismo. La
odisea vivida por este grupo de españoles arrastró a mujeres, hombres y niños a
lugares donde fueron esclavizados, perseguidos y, en algunos casos, expulsados
de nuevo a otros territorios.
La expulsión de los judíos de España fue
firmada por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492 en Granada. Lejos de las
críticas que siglos después ha recibido en la historiografía extranjera, la
cruel decisión fue vista como un síntoma de modernidad y atrajo las felicitaciones
de media Europa. Incluso la
Universidad de la
Sorbona de París trasmitió a los Reyes Católicos su
satisfacción por una medida de aquella índole. La mayoría de los afectados por
el edicto eran, de hecho, descendientes de los expulsados siglos antes en
Francia e Inglaterra. Salvo en España, los grandes reinos europeos habían
acometido varias ráfagas de deportaciones desde el siglo XII. Así, el Rey
Felipe Augusto de Francia ordenó la confiscación de bienes y la expulsión de la
población hebrea de su reino en 1182. Una medida que en el siglo XIV fue
imitada otras cuatro veces (1306, 1321, 1322 y 1394) por distintos monarcas
galos. No en vano, la primera expulsión masiva la dictó Eduardo I de Inglaterra
en 1290.
Las consecuencias de un éxodo moderno
El edicto español de 1492 establecía que
los judíos tenían un plazo de cuatro meses para abandonar el país. Les estaba
permitido llevarse bienes muebles, pero les prohibía sacar oro, plata, monedas,
armas y caballos, lo cual complicaba mucho que los judíos españoles pudieran
iniciar nuevos negocios en otros territorios. El elevado volumen de refugiados
tampoco ayudaba a que alguien quisiera recibirlo con los brazos abiertos. En
tiempos de los Reyes Católicos, siempre según datos aproximados, los judíos
representaban el 5% de la población de sus reinos con cerca de 200.000
personas. De todos estos afectados por el edicto, 50.000 nunca llegaron a salir
de la península pues se convirtieron al Cristianismo y una tercera parte
regresó a los pocos meses alegando haber sido bautizados en el extranjero. Y
aunque algunos historiadores han llegado a afirmar que solo se marcharon
definitivamente 20.000 habitantes (el hispanista británico John Lynch lo eleva
a entre 40.000 y 50.000), lo cierto es que la persecución se prolongó durante
todo el siglo XVI provocando un silencioso goteo de salidas por parte de falsos
conversos. Por lo pronto, regresaran o no, al menos 150.000 se lanzaron a los
caminos en 1492.
MUSEO DEL PRADO Expulsión de los judíos de España, cuadro de Emilio Sala |
En previsión de posibles agresiones por
parte de la población cristiana, los Reyes Católicos facilitaron a este grupo
de españoles expulsados de su tierra un documento de seguridad donde se
reclamaba respeto hacia ellos a las autoridades y al pueblo. Una medida que no
evitó la trágica estampa de miles de hombres, mujeres y niños cargando con sus
escasas pertenecías por los maltrechos caminos del periodo. «No había cristiano
que no tuviese dolor de ellos. Iban por los caminos e campos por donde iban con
muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, unos muriendo,
otros naciendo, otros enfermando», describió en sus crónicas Andrés Bernáldez.
«En el Magreb, muchos de ellos
encontraron la muerte en la travesía, o la esclavitud»
La mayoría tomó la desafortunada decisión
de dirigirse a los reinos cercanos de Portugal y Navarra, donde sufrieron otra
vez el oprobio de nuevas expulsiones en 1497 y en 1498, respectivamente. Desde
Portugal, un gran porcentaje se dirigió al Norte de Europa, evitando la matanza
de Lisboa en 1506 o las deportaciones masivas a Santo Tomé y Príncipe (en el
golfo de Guinea) reservadas para los judíos que omitieron las órdenes de la Corona portuguesa. Los
refugiados de Navarra se instalaron en Bayona en su mayoría, donde también
fueron expulsados poco después. Y los que decidieron dirigirse a Italia gozaron
de suerte dispar según el lugar elegido. En Nápoles, a punto de integrarse
completamente a la Corona
de Aragón, su permiso de residencia fue muy limitado y, en 1541, fueron
desplazados definitivamente del territorio. Génova, que ya había prohibido el
acceso a este grupo en el pasado, procedió a vender como esclavos a los que accedieron
sin permiso a su república. Paradójicamente, los Estados Pontificios –donde se
encontraba la sede de la
Iglesia católica– no tomaron el camino de la expulsión hasta
finales del siglo XVI.
Así y todo, la fortuna de los europeos
fue mejor que la de los que viajaron al norte de África. «En el Magreb, en
particular Marruecos, muchos de ellos encontraron la muerte en la travesía, o
la esclavitud en los barcos de los moros, que les habían hecho creer que
tendrían un viaje sin problemas», explica la historiadora Béatrice Leroy. Solo
los que se refugiaron en el Imperio otomano, acostumbrado a sacar rédito de sus
tratos con esta comunidad, pudieron gozar de cierta estabilidad. El sultán
Bayaceto II permitió el establecimiento de los judíos en todos los dominios de
su imperio, enviando navíos de la flota otomana a los puertos españoles y
recibiendo a las figuras más ilustres personalmente. «Aquellos que les mandan
pierden, yo gano», afirmó el sultán, según recoge la tradición, como reproche
al error cometido por los Reyes Católicos.
Judío sefardí en Argelia, fotografiado en 1890 |
El odio inicial hacia España de los
sefardíes –llamados así en referencia al territorio de Sefarad, el nombre que
recibe la Península
ibérica en lengua hebrea– dejó paso con el transcurso de los siglos a una
especie de añoranza por la amada tierra de sus ancestros. Todavía hoy, España
es sinónimo de nostalgia para la comunidad sefardí, que ha mantido vivos sus
lazos con la cultura ibérica a través de sus costumbres y su lengua. A modo de
ejemplo, se pueden encontrar lugares, como algunas zonas de Bulgaria, donde aún
se habla el ladino, un idioma procedente del castellano medieval.
En la actualidad, la comunidad sefardí
alcanza más de dos millones de integrantes, la mayor parte de ellos residentes
en Israel, Francia, Argentina, Estados Unidos y Canadá. Su presencia también es
reseñable en los antiguos territorios pertenecientes al Imperio español, donde
se refugiaron tras la persecución sufrida a manos de los nazis durante la II Guerra Mundial en
busca precisamente de una cultura y una lengua que aún les resultaban
familiares.