ELÍAS
PINO ITURRIETA
18 DE
ENERO 2015 - EL NACIONAL Caracas
El
vicepresidente ejecutivo, profesor Jorge Arreaza, ofreció hace poco unas
declaraciones que claman por un comentario. Tal vez conducido por la desmemoria
de lo que aprendió en Cambridge, trono de sabiduría en el cual habitualmente se
entrenan los alumnos en el manejo equilibrado de los vocablos, hizo una
insólita invitación.
Las
celdas de Ramo Verde esperan a los venezolanos que “vulneren la paz”, dijo sin
siquiera parpadear. No parece convite de un muchacho de británico cuño, sino
amenaza propia de los chácharos que uno sentía desaparecidos de la faz de
Venezuela. No solo estamos frente a una afirmación personal, sino también ante
un rasgo general de la “revolución” sobre los cuales conviene detenerse.
Veamos,
primero, el asunto de la vulneración de la paz. El declarante no ofrece
detalles sobre lo que significa. Nos deja en un peligroso limbo debido a que,
según el entendimiento de un académico inglés, puede relacionarse, verbo y
gracia, con el vuelo de una mosca que incomoda el silencio de las bibliotecas.
Hay que
buscar de inmediato el insecticida, con el objeto de evitar la molestia de unos
eruditos que estudian para provecho de la humanidad. Pero, ¿si la traducción
del limbo no depende del modoso Arreaza, sino de un funcionario como Tareck el
Aissami, por ejemplo? Aquí el limbo se complica, se vuelve purgatorio o
infierno.
Hace poco, el gobernador de Aragua rodeó de
policías y de guardias nacionales la estatua maracayera de Bolívar para impedir
a los copeyanos, quienes estaban festejando el cumpleaños de su partido, que
pusieran una ofrenda floral ante la estatua del héroe. Colocar flores a los
pies del Padre de la Patria
puede vulnerar la paz, si nos atenemos al proceder del mandatario regional, y
puede conducir a las celdas de Ramo Verde.
Ramo
Verde es una cárcel emblemática de nuestros días, como fue La Rotunda durante el
gomecismo. La “revolución” le ha concedido celebridad porque la ha convertido
en aposento de sus adversarios más famosos, pero también porque su alcaide ha
cometido escandalosas felonías con algunos de los cautivos. En una ocasión
permitió que los guardias arrojaran bolsas de mierda y orines a un grupo de
ellos, como es de público conocimiento.
El vicepresidente ejecutivo no buscó una
prefectura corriente, ni un retén desconocido, para señalar el destino de los
enemigos de una paz sobre cuya vulneración se tendría cabal información si
hubiera hablado con un látigo en la mano. Tal vez pensara que la sola mención
de Ramo Verde fuese suficiente para suplir las carencias de su media lengua, o
que un chácharo de Maracay abundaría después en el tema sin necesidad de hacer
un discurso. Cambridge no hace milagros en todos sus estudiantes, pero algo se
aprende en sus pupitres.
Hace
poco, el venerable José Vicente Rangel dijo que hacía yo insostenibles
analogías con el gomecismo. La “revolución” bolivariana y la tiranía gomera son
incomparables, afirmó. Tiene toda la razón. Don Juan Vicente premió a los
maridos de sus hijas sin provocar escándalo. Los ponía a engordar en los
rincones, sin que el público se enterara del premio que concedía a los
caballeros que se habían ocupado del blanqueo de la prole femenina.
Ninguno de sus yernos llegó a vicepresidente,
ni se dio a la tarea, a cuenta de guapo y apoyado, de asomar amenazas indignas
de una sociedad republicana. También le sobra razón al venerable José Vicente
Rangel cuando distingue entre los procedimientos de las cárceles de esa época
tenebrosa y los de la actualidad. No es lo mismo el tortol que un baño de
mierda. Por el olor, entre otras cosas.Tropelías parecidas o peores se
sufrieron después, en los tiempos de la democracia representativa que él
denunció en su impetuosa época estelar ya lejana, cuando luchaba contra los
poderosos en lugar de ponerse a justificarlos.
Sin
embargo, comprenderá el venerable que la imaginación vuele sin freno cuando,
ante sugerencias como la del profesor Arreaza, o frente a conductas como la del
gobernador de Aragua, se ponga uno a pensar en las palabras sin maquillaje que
pronunciaron los acólitos de los mandones viejos, en Eustoquio Gómez y en otras
encarnaciones de la oscurana. Durante el gomecismo no se necesitaban hojas de
parra.